domingo, 24 de octubre de 2010

La última primavera.

Habían transcurrido ya varios días. Jamás imaginé que llegar a El Milagro me tomaría tanto tiempo. Me distraía observando el interminable paisaje por la ventanilla del tren. A mi edad las horas de viaje me agotaban fácilmente y de pronto sin saber cómo ni cuando me dormí. Nos e por cuanto tiempo, quizás horas, minutos o días. Un golpe suave en mi hombro me despertó:

- Caballero, tiene que bajarse, me dijo un hombre de uniforme y gorra café.

- ¿Qué?, dije somnoliento aún.

- Que tiene que bajarse, este tren llega hasta aquí no más.

- Pero si yo me bajo en El Milagro.

- ¿Cómo?, dijo el hombre sonriendo disimuladamente. – Por ahí pasamos anoche señor.

- No me diga, respondí sobresaltado.

- Si le digo. Esta es la última parada. Bájese no más

- Bueno…y ¿Dónde estamos?, le pregunté preocupado

- Estamos en El Infiernillo me dijo.

- ¿El Infiernillo? pregunté asombrado.

Siempre oí hablar de ese remoto lugar.

Cuando era pequeño mi abuela me contaba historias extrañas de ese lugar, pero decían que hace muchos años no quedaba nadie, que una extraña maldición se los había llevado a todos. - ¿No era que allí no vivía nadie?, agregué.

- Mentiras de la gente, respondió riendo y tomando mi maleta me hizo descender del viejo tren. Quede sólo en esa estación.

Comencé a caminar por las calles desoladas, no se veía ni un alma en aquel lugar. Todo parecía haber sido abandonado de un momento a otro, sin que nadie se llevara sus pertenencias. ¿Y ahora que haré a aquí?, pensé. Grité frente a una casa y nadie respondió. Cansado bajo el sol abrazante me quité mi boina y me senté a esperar. El sol y el sudor me consumían de a poco, casi me dormí, hasta que unos acordes de música llegaron a mis oídos. Me paré y comencé a caminar en su dirección. Al doblar la esquina me encontré con un grupo de gente que bebía y celebraba. Me alegré ya no estaba sólo en ese extraño lugar.

Me acerqué hasta ellos. Parecía que no me veían. Divisé a una monja en el tumulto, me extrañó su presencia entre tanta jarana, pero sin pensarlo me acerqué:

- Buenas Tardes Hermana

- Buenas Tardes, dijo mientras me miró de arriba abajo ¿Y usted no viene a la fiesta?, me preguntó

- Hmmm… No precisamente.

- ¿No?, me preguntó extrañada.

- Si viene a la fiesta, ¿Cómo no?, nos interrumpió un charro de gran sombrero

Sólo atiné a sonreír.

- Pase, pase me dijo un regordete de sombrero al mismo tiempo que me convidaba un vaso de vino, el que acepté gustoso. Caminar bajo el sol me había causado mucha sed.

- ¿Y que celebran? pregunté luego de beber.

- Tú última primavera, me dijo la monja sonriente.

- ¿Cómo? Pregunté asombrado, ¿Mi última?

No me respondió y acudió al llamado de unos niños que jugaban enmascarados.

- Beba no más, que es gratis me dijo el regordete del sombrero

extendiéndome otro vaso.

- Aquí todos celebran amigo mío.

Volví a aceptar no se cuantas veces. Volví a beber vaso tras vaso ofrecido. Bailé con esa gente alegre hasta llegar a un punto en que ya no recuerdo. Vino, risas, mujeres y alegría giraban en mi cabeza. Pasó no se cuánto tiempo hasta que un apalmada en el hombro me despertó. Estaba durmiendo en el suelo de la estación vacía, con la camisa manchada de vino y un gran dolor de cabeza.

- ¿Viaja?, me preguntó un hombre joven, auxiliar de tren.

- Sí respondí aturdido. Voy a El Milagro.

- ¿Y que hace aquí?, dijo dejando ver sus amarillos dientes. Si en este pueblo

no vive ni un alma. Dicen que está maldito agregó susurrante y diciendo esto me condujo rápido al tren, donde pensando en mi infernal borrachera me volví a dormir.

La última primavera.

Habían transcurrido ya varios días. Jamás imaginé que llegar a El Milagro me tomaría tanto tiempo. Me distraía observando el interminable paisaje por la ventanilla del tren. A mi edad las horas de viaje me agotaban fácilmente y de pronto sin saber cómo ni cuando me dormí. No sé por cuanto tiempo, quizás horas, minutos o días. Un golpe suave en mi hombro me despertó:

- Caballero, tiene que bajarse, me dijo un hombre de uniforme y gorra café.

- ¿Qué?, dije somnoliento aún.

- Que tiene que bajarse, este tren llega hasta aquí no más.

- Pero si yo me bajo en El Milagro.

- ¿Cómo?, dijo el hombre sonriendo disimuladamente. – Por ahí pasamos anoche señor.

- No me diga, respondí sobresaltado.

- Si le digo. Esta es la última parada. Bájese no más

- Bueno…y ¿Dónde estamos?, le pregunté preocupado

- Estamos en El Infiernillo me dijo.

- ¿El Infiernillo? pregunté asombrado.

Siempre oí hablar de ese remoto lugar. El cura de mi pueblo me había contado que una maldición se los había llevado a todos de un paraguazo. Recordé como se persignaba el anciano señor al recordarlo. - ¿No era que allí no vivía nadie?, agregué.

- Mentiras de la gente, respondió riendo y tomando mi maleta me hizo

descender del viejo tren. Quede sólo en esa estación. Comencé a caminar por las calles desoladas, no se veía ni un alma en aquel lugar. Todo parecía haber sido abandonado de un momento a otro, sin que nadie se llevara sus pertenencias. El aullar de un perro a lo lejos, impulsó a mis manos a hacer una rápida señal de la cruz sobre mi rostro, recordando los dichos del cura. A poco andar grité frente a una casa y nadie respondió. Cansado bajo el sol abrazante me quité la gorra y me senté a esperar. El sol y el sudor me sumían de a poco. Amodorrado estaba cuando unos que unos acordes de música llegaron a mis oídos. Tan rápido como pude me puse de pié y comencé a caminar en su dirección. El sonido venía de la otra calle. Al doblar la esquina me encontré con un grupo de gente que bebía y celebraba. Todo mudo parecía haberse congregado allí. Me alegré ya no estaba sólo.

Me acerqué hasta ellos. Parecían no verme. Divisé a una monja en el tumulto, me extrañó su presencia entre tanta jarana, pero sin pensarlo me aproximé:

- Buenas Tardes Hermana.

- Buenas Tardes, dijo mientras me miró de arriba abajo. ¿Usted viene a la fiesta verdad?, me preguntó

- Hmmm… No precisamente.

- ¿No?, me preguntó extrañada.

- Si viene a la fiesta, ¿Cómo no?, nos interrumpió un charro de gran sombrero, mientras cogía mi brazo con fuerza. Sólo atiné a sonreírle.

- Pase, pase. Le estábamos esperando, me dijo un regordete de sombrero al

mismo tiempo que me convidaba un vaso de vino, el que por supuesto, acepté gustoso.

¿Y que celebran? pregunté mientras me limpiaba la barba con el dorso de mi mano

- Tú última primavera, me dijo la monja sonriente.

- ¿Cómo? Pregunté asombrado, ¿Mi última?

No me respondió, sólo soltó un pequeño carcajeo y acudió al alborotado llamado de unos niños que jugaban con unas repulsivas máscaras.

- Beba no más, que es gratis me dijo el regordete del sombrero

extendiéndome otro vaso.

- Aquí todos celebran amigo mío.

Volví a aceptar no sé cuantas veces. Volví a beber vaso tras vaso ofrecido. Recordaba los dichos del cura, y a cada vaso me parecían más vanos. Si esta gente era tan dicharachera. Vino, risas, mujeres y alegría ¿Qué más podría pedir alguien como yo? Era como estar en el paraíso. Bailé entre ellos y bebí con ellos hasta llegar a un punto en que ya no recuerdo. Pasó no se cuánto tiempo hasta que un apalmada en el hombro me despertó. Me encontré durmiendo en el suelo de la estación vacía, con la camisa rasgada, manchada de vino y un gran dolor de cabeza.

- ¿Viaja?, me preguntó un hombre joven y esbelto que parece era auxiliar del tren.

- Sí respondí aturdido aún. Voy a El Milagro.

¿Y que hace aquí?, dijo dejando ver sus dientes de oro reluciente. Vamos donde la fiesta no termine, agregó susurrante y diciendo esto me condujo rápido al tren, donde pensando en mi infernal borrachera, y entre el aullido lejano de las perros, me volví a dormir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario